lunes, 19 de septiembre de 2016

EMPEZAR A FUMAR (Página nº 3893)



La última vez que fumé tenía dieciocho años. Ni me gustaba ni ya me propiciaba ninguna sensación de ser alguien más maduro por el hecho de quemar un cigarrillo entre los dedos. Decidí dejarlo y no me costó nada hacerlo, es mas, creo que tomé una de las mejores decisiones de mi vida.

Pero para dejar de fumar había que, antes, haber comenzado y yo, desgraciadamente, comencé muy pronto, con ocho o nueve años, tabaco que los amigos mangaban a sus padres y que juntos íbamos a fumar detrás de la Plaza de Toros, en el paso maloliente que había entre el coso taurino y el huerto. Fumar, toser, marearnos, con aquellos Celtas sin boquilla o los Ideales, creyendo ser muy espabilados simplemente porque fumar era cosa de mayores y hacerlo nos inspiraba creer que ya éramos unos de ellos.

Y después beber agua, comer aquellos caramelos de menta que antes habíamos comprado y hasta comer "pan y quesillo" por si luego nuestras madres nos exigían echarles el aliento, algo mucho más habitual de lo que pueda creerse. Y debo reconocer que éramos hábiles porque el olfato maternal nunca nos pilló en pecado.

Entonces fumar tabaco, incluso a nuestras edades, no llamaba tanto la atención porque socialmente había una mayor aceptación y, de paso, era fácil acceder a ellos porque con decir que era para tu padre te despachaban en paquete o sueltos lo que pidieras. Y si no cualquier puesto de chucherías te proveía de lo que necesitases.

Cuando llegué al Instituto, que era el lugar en el que los que aún no se había iniciado, sucumbían de inmediato, yo ya era un fumador habitual al que nunca gustó fumar, y es que la estupidez tiene un chollo con la preadolescencia y yo no iba a ser menos estúpido que los demás, o que casi todos, porque hubo pocos, muy pocos, que se resistieron al tabaco y aquello no era nada popular.

Después vino el abandono, más tarde la convicción de que había que pelear contra semejante producto que, pasivamente, seguíamos consumiendo, luego el descubrimiento de que en su composición se utilizaban sustancias, autorizadas por Sanidad, cuyo fin era potenciar la adicción y eternizar la esclavitud de su consumo, aunque percibiendo cómo las leyes iban poco a poco cambiando tratando de proteger a esos fumadores pasivos y tratando, tímidamente, de ir alejándonos del hábito fumador.

Lo frustrante es que el tabaco no ha perdido apenas atractivo entre los preadolescentes, aunque tengan algo más difícil su acceso, y que se sigue vinculando a la madurez una decisión producto de una mente inmadura. Supongo, con resignación, que cada uno debe vivir sus propios errores para aprender...o caer. Pero cada persona que no fuma, que ni ha querido fumar ni tiene intención, resulta un triunfo social y cada vez son más.

Ahora miro hacia atrás y me da pena recordarme escondido allí, con los amigos, fumando aquellos cigarrillos como si estuviéramos haciendo algo fundamental y decisivo. Entonces eres consciente de hasta qué punto la estupidez se complacía con nosotros.


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5 comentarios:

  1. Digamos que es una chiquillada sin maldad. Peor sería que siguieses fumando a sabiendas del veneno que representa.

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  2. ¿y nunca ha caido un porrillo?

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  3. Respuestas
    1. Bueno, eso es cosa tuya, yo dudas no tengo ninguna. Tampoco entiendo que sea nada inconfesable, que hay que esconder, pero tampoco voy a presumir de algo que no he probado en mi vida simplemente porque nunca me apeteció hacerlo.

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